jueves, 1 de febrero de 2018

Por qué la mujer siempre obedece
26 de noviembre de 2006  
Mejor dicho: la mujer obedece siempre que ama. Es el signo del apego erótico, la obediencia de la hembra.
Esto deriva de la mecánica del acto sexual. Cualquiera que tenga un mínimo de experiencia erótica (hombre o mujer) podrá confirmarlo.
En el encuentro carnal, los dos sexos juegan papeles complementarios. La capacidad física, el esfuerzo, el riesgo, los pone el hombre. La dulzura, la sumisión, la obediencia regocijada, son armas de la mujer. Y juegan su papel en la seducción.

¿Por qué es esto? Porque el hombre se encuentra, llegado el momento del comercio sexual, con dos grandes problemas. Primero, que su anatomía responda activamente a los anhelos del corazón y la mente, lo que no siempre es fácil. Por la adrenalina, los nervios, los temores, la inseguridad, etc. Segundo, que este estado de gran exaltación se mantenga un buen rato, de modo de satisfacer a la mujer. Por lo demás, otras hazañas viriles pueden lograrse fácilmente: es capaz de alzar a la chica en el aire, colocarla sobre los bordes de una bañadera, levantarla y pasarla al otro lado de la cama, etc. Son acciones que requieren alguna fuerza física, no energía sexual.
Consciente de todo ello desde tiempos inmemoriales, la mujer intuye que su papel es la obediencia. Preguntarle qué desea. Acatar sus mínimos caprichos. Amoldarse a las posiciones que se le ocurran. Asombrarse ante sus propuestas. Mostrarse casi extática por los proyectos de su amante.
Algún lector lo habrá vivido. Aquella compañera rebelde, contestataria y feminista, llegado el momento de la sábana se muestra sumisa y ronronea como un gato. ¿Por qué? Porque ella sabe que el hombre es frágil. El mecanismo biológico del varón falla a la menor gota de inseguridad. Por lo tanto, lo alaba, lo ensalza, lo felicita, se muestra necesitada como un cachorrito y dulce como el almíbar. Ese es el panorama de la mujer cuando ama a un hombre. Cuando lo desea. Cuando quiere verlo feliz.

La obediente se convierte en una piel de Judas cuando el hombre al que una vez quiso deja de interesarle. Entonces, pero sólo entonces, el encuentro entre las sábanas deja de ser un tema interesante. Pocos minutos. Poca energía. Mucho dolor de cabeza. ¿Una ducha juntos?, ¿para qué? Hace frío. ¿Visitar un hotel para parejas? Bah, estamos grandes. ¿Andar con una blusa sin corpiño?, pero ¿qué querés?, ¿que parezca una cualquiera?

Dice la mujer que ya no ama: "Oíme mi amor, ¿qué te pasa?, ¿estás obsesionado por las mocosas que desfilan para Roberto Giordano?".
Ha llegado la hora del sarcasmo, la negativa y el sueño. Mucho sueño. El hombre –todavía enamorado– se lanza a pronunciar un largo discurso erótico, pero a los dos minutos descubre que su mujer ronca. Está profundamente dormida, soñando con otro.

Por todo esto, mientras ama, la mujer obedece. Hay algo en su instinto sexual que la lleva a servir un café, ofrecer un plato de sopa, cuidar a los enfermos, visitar a los dolientes, atender, servir, cuidar...
Esto no significa que toda buena señora deba obedecer a su marido en todos los momentos y sea cual fuere la cuestión. Hay mujeres rebeldes, anarquistas, filosóficas y temperamentales. La mayoría son más inteligentes que sus maridos, claro. Hay de todo. Pero cuando ella ama, sigue las indicaciones del amante, aunque sean disparates, porque disfruta obedeciéndolo. Además, quiere verlo feliz. Y este sentimiento impregna el alma de toda mujer, le da forma y sentido a su existencia.
No es un problema de opresión. Es un problema de placer. Porque la amante enamorada (y excitada) vibra y goza cuando obedece a su hombre. Lo demás no existe. 





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